Carmelo Guadagnoli fue cura de la policía durante la dictadura militar. Visitaba los campos de concentración y atormentaba a los detenidos.
“Cuando me avisaron que iba a venir un cura a confesarnos me ilusioné. Hacía seis meses que estaba incomunicada (en la Guardia de Infantería Reforzada ) y mi familia no sabía nada de mí. Mi abuela era presidenta de Acción Católica, por eso, cuando me dijeron que venía un cura dije «me salvé»”, relató Patricia Isasa quien a los 16 años de edad fue secuestrada, torturada y desaparecida en los años de plomo.
Pero esa bocanada de aire fresco le permitió a Isasa respirar de nuevo tan sólo unos instantes: “Apenas lo veo, comienzo –casi en forma desesperada– a denunciarle las torturas, la ilegalidad de la detención, el maltrato y las deplorables condiciones de vida. Pero con absoluto asombro escucho su respuesta: «La tortura y el sufrimiento que pasaron es la única manera de expiar el mal»”.
“También nos decía que nosotras teníamos al diablo en el cuerpo”, recordó Isasa –hoy una arquitecta– que no encuentra palabras suficientemente fuertes para describir esas reuniones dantescas.
En su descripción física del sacerdote, lo gráfica en forma imponente: “Medía 1,90 metros, o tal vez más, pesaba cerca de 100 kilos, y vestía sotana negra”, dijo Isasa. Y se quedó pensando cuánto de esa imagen intimidatoria era real, y cuánto era construido por la percepción de una adolescente agobiada por la incertidumbre de un encierro injustificable.
Los primeros encuentros de las chicas con el capellán fueron individuales. Se entrevistaba con todas menos con Viviana Cazoll “porque era judía él decía que no le correspondía hablar con ella”, aclaró Isasa.
Pero el sentido de solidaridad de las jovenes las hizo tomar la determinación de no dejar de lado a su compañera, y a partir del tercer encuentro, las entrevistas comenzaron a ser grupales con la participación de Viviana.
“Lo que nosotras le pedíamos era que se contactara con nuestras familias, estábamos desaparecidas, y nunca lo hizo. Nadie nunca debió estar en esa condición en la GIR, pero menos nosotras que éramos menores de edad”.
Sus diálogos con las menores se tornaban cada vez más agresivos y llegó a afirmar que era necesario un “Jordán de sangre” para terminar con la subversión. También les decía que sólo si le confesaban quiénes eran sus compañeros y qué hacía cada uno de ellos “se iban a salvar”.
Guadagnoli había sido nombrado capellán de la policía de Santa Fe con destino de provincia. Años después se supo que en aquellos tiempos era uno de los eufemismos que se usaba para lo que el Ejército llamó la lucha anti subversiva o guerra contra revolucionaria.
Según el relato de los testigos, Guadagnoli tenía una participación activa dentro de los campos clandestinos de detención, secuestro, torturas y exterminio.
“Él tenía una entrada y salida a gusto en la Comisaría Cuarta (descrito por testigos que pasaron por allí como una carnicería). Incluso, hay una declaración del sacerdote Trucco en la que dice que Guadagnoli bendecía picanas. Es decir, que dentro del Arzobispado se conocía el rol activo de Guadagnoli dentro de la represión”, recordó Isasa.
Y agregó un dato más: “En febrero del 77 –seguía detenida pero podíamos recibir la visita de familiares– mi mamá me cuenta que a Guadagnoli lo habían echado del Liceo Militar General Manuel Belgrano, donde daba clases, con el cargo de abuso a un alumno de la institución”.
Es a partir de ese comentario y de un pequeño “detenido” que llega a la GIR en octubre del 76, que Isasa –ya en democracia– comienza su investigación sobre el paradero de Guadagnoli.
“Una noche de mucho calor, llega a la GIR una mujer de unos 40 años –venía de una zona semi rural– con un nenito de cinco o seis años. Habían pasado por varias comisarías y físicamente estaban en muy mal estado. Al día siguiente, deciden trasladar a la mujer, y el niño quedó con nosotros. Lo apodamos Franky”, recordó Isasa.
La testigo recordó en su relato frente al Tribunal que el nene estaba muy nervioso y no se quería bañar. Pero que luego de unos días de jugar con él lo convenció.
“Cuando le toque la colita le dolía. Estaba muy lastimado, lo habían violado. Sospechamos que fue una violación en la tortura de la madre. Cuando le pregunté qué le había pasado me dijo que eso se lo había hecho «un hombre vestido todo de negro». Y yo asoció esto con lo que me había contado mi mamá. Yo creo que este tipo es un pedófilo. Ése era el grado de perversión y cinismo de esta gente”, sentenció Isasa con furia.
En medio de reflexiones sobre eclesiásticos que traicionaron su vocación, Isasa no quiso dejar de hablar de aquellos curas, sacerdotes y obispos que rompieron el silencio ante las atrocidades del régimen, denunciaron las desapariciones de personas, clamaron por la paz y se enfilaron tras la defensa de los derechos humanos.
“Monseñor Zazpe, trató de interceder por quienes estábamos en la GIR para que mejoraran nuestras condiciones de detención. Creo que él ingenuamente creyó que podía hacer más. No guardó las denuncias de los familiares en un cajón. Intercedió por la libertad de mucha gente”, aseguró Isasa.
Con el mismo aprecio, Isasa recordó la tarea que emprendieron el sacerdote Trucco, el obispo Justo Laguna, Enrique Angelelli y reivindicó la labor de quienes lucharon activamente por la paz y por una sociedad más justa y solidaria.
“La década del 70 fue también una época de gran trabajo social de parte de la Iglesia tercermundista. Eran curas con almas caritativas que misionaban sin imponer una cultura o una creencia. Luchaban contra la marginalidad y la pobreza. Ellos nos permitieron sostener nuestra fe en los seres humanos”, dijo Isasa.
Hoy, Patricia estima que Guadagnoli está en un pequeño pueblo de la provincia de Buenos Aires “donde no tiene pasado”. Pero también espera que los testimonios de las chicas de la GIR logren traerlo a la sala de audiencias del Tribunal Oral Federal de Santa Fe, y que su juzgamiento además de ser divino, sea terrenal.